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Una muestra para nostálgicos

Hasta el 13 de noviembre, en Plaza San Martín se exhibe "Kioscos Argentinos", una muestra fotográfica para viajar a los mejores momentos de la infancia. Entre golosinas y recuerdos.

¿Quién no recuerda el nombre del kiosquero del barrio? Pasan los años pero ese lugar por donde desfilábamos todas las tardes y en donde conseguíamos los antojos de cada día no se borra de nuestra memoria.

La razón es muy simple: es el espacio que marcó un antes y un después en nuestra infancia. "Poder ir solo al kiosco es un certificado de madurez", resumió el escritor Eduardo Sacheri, al presentar “Kioscos Argentinos”, la primera muestra fotográfica que nos invita a un viaje nostálgico entre golosinas.

Si bien se estima que hoy existen más de 100 mil kioscos ubicados en diferentes rincones del país y esos locales de la infancia se transformaron en drugstore o “abiertos las 24 horas”, la muestra nos permite recordar la esencia de esos kioscos de barrio, homenajea y revaloriza a este ícono que forma parte de la identidad de nuestro país.

La exposición se puede disfrutar hasta el 13 de noviembre en Plaza San Martín, en el barrio de Retiro, y está compuesta de 37 fotografías tomadas a lo largo y a lo ancho de todo el país. Así, se puede recorrer un sinfín de kioscos argentinos y, a la vez, recordar el propio: desde los grandes kioscos porteños, hasta uno de adobe en Tilcara o esas clásicas ventanas con timbre.

La muestra refleja las distintas fisonomías, la enorme cantidad y variedad de kioscos que pueblan nuestro territorio: maxikioscos enormes en algunas esquinas, carritos en parques, ventanas en una casa de barrio, parajes en medio de rutas inhóspitas. Además, la muestra se completa con el libro “Kioscos Argentinos”, una publicación institucional (y sin valor comercial) editada por Grupo Arcor en el marco de su 65° aniversario.

Por Eduardo Sacheri

* El texto fue escrito especialmente para la inauguración de la muestra

Vas desde que tenés uso de razón. Vas desde que sos tan chico que no podés acordarte de cuál fue la primera vez. Vas como quien va al patio de su casa, pero no. Porque ir allá es distinto. Es afuera. Es, ni más ni menos, dejar atrás tu puerta y tu casa. Vas y te asombras con los colores brillantes, con el caos de formas, con los olores dulces almacenados todos juntos. Vas con tu papá, que se pone a hablar con el señor que atiende y a vos te asombra ver que tu papá y ese señor parecen bastante amigos, y se hacen algún chiste y dicen algo de fútbol, y hasta sueltan alguna de esas malas palabras que a vos te tienen prohibidas. Vas con tu mamá, pero menos, porque tu mamá siempre tiene un montón de cosas que hacer en tu casa, y a ver si alguien la ayuda y se ocupa de los mandados. Entonces vas con tus hermanos, que ponen cara de impacientes cuando vos pedís de acompañarlos y tus papás dicen que sí, que te lleven. Y tus hermanos bufan un poco, te miran de reojo como si fueras un estorbo. No dicen nada porque la orden de llevarte vino de arriba, pero se impacientan fácil, y te ordenan que te quedes quieto, que les des la mano al cruzar la calle, que no te sueltes, que no seas chiquilín. Y vos te aguantás la humillación y vas. Vas siempre. Vas porque te maravilla esa constelación de olores ricos, de tesoros opulentos. Hay una heladera con puerta de vidrio llena de gaseosas. Y otra heladera acostada que está tapada de helados desde el piso hasta arriba de todo. Y unos mostradores atiborrados de golosinas de todos los colores del mundo. Vas mientras soñás que un día vas a tener tanta plata que vas a sacar un billete de los grandes y, con un gesto ampuloso, vas a decirle al señor que atiende que te llevas todo. “¿Todo?”, va a preguntarte. “Todo”, vas a confirmar sin aspavientos. Vas mientras urdís el plan perfecto: el día en que vas a llegar a última hora, justo antes de que el señor baje la persiana con ese ronroneo metálico del anochecer, y vas a escabullirte entre la mercadería grande del fondo, y una vez allí vas a esperar la oscuridad y el silencio y vas a comer todo, pero todo lo que quieras. Y cuando a la mañana siguiente te encuentren es verdad, vendrá un momento de zozobra. Tu madre te abrazará y se quejará de que pasó la peor noche de su vida, y tu padre te mirará con una severidad desconocida que preanunciará castigos inconmensurables. Pero la cara de tus hermanos, la cara de envidia, de admiración, de incredulidad de tus hermanos… eso valdrá todo. Valdrá el mundo. Vas, y cada vez que vas te volvés más ducho en aritmética. Vas sumando lo que tu papá está gastando y después le restás el billete con el que paga, y en dos segundos lo convertís en un tesoro de chupetines o chocolates. O en un combo. Pero cuidado que hay que ser medido. Hay que ser certero. Uno no tiene que pedir cosas ridículas que den la impresión de que uno es un ambicioso. O un nene chiquito que no sabe que ese vuelto no basta, de ninguna manera, para comprar una pelota número cinco. Uno debe elegir los momentos y los objetos. Si a duras penas alcanza para un paquete de figuritas, paciencia: ya vendrán tiempos mejores. Y si tenemos la pésima suerte de que nuestro hermano mayor paga con el dinero justo, mala suerte. La vida también se construye sobre derrotas como esa. Vas porque el día menos pensado las matemáticas quedan de tu lado y tu mamá se vuelve a mirarte como diciendo “hoy te toca ganar” y vos señalás ese chocolate que te observa desde tiempo inmemorial y tu vieja hace el gesto de que sí, de que adelante, de que es todo tuyo. Y vas aunque no te toque nada. Vas porque esa cuadra, esas dos cuadras, esas tres, son ni más ni menos que el principio del mundo. A tus espaldas se cerró la puerta de tu casa y todo lo que está por delante es aventura. La esquina, la calle, la otra cuadra, el semáforo, la avenida, la barrera, la chicharra del tren, el colectivo, el grupito de pibes que te mira torcido, la casa abandonada, el corralón de los camiones. Vas, y vas, y volvés a ir. Y llega un día en que tu padre o tu madre te convocan, se toman un segundo para mirarte, como si te estuvieran midiendo. Te aclaran (porque se lo están aclarando a ellos mismos, a sus propias dudas) que tengas cuidado. Que mires al cruzar, que ojo con el colectivo, que estés atento a la chicharra de la barrera. Y vos entendés. Entendés que se acabó eso de ir de la mano. Que terminaron, por fin, las miradas fastidiadas de tus hermanos. Que terminó eso de ser un simple ladero en una misión que te desborda. Que las próximas palabras que va a soltar tu padre, o tu madre, mientras alarga un billete por encima de la mesa, son, ni más ni menos, las cinco palabras que estás esperando desde hace tanto, tanto tiempo: “Necesito que vayas al kiosco”.

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